Soy una mala lectora. Tengo un alto
déficit de atención. Mi memoria es absurda y todo lo olvido. Aunque en ciertas
ocasiones, nada de esto es cierto.
Este libro causó algo diferente en mí. Y
de entrada acepto ciertas cosas. Lo empecé a leer en un viaje, iba en el carro
no sé hacia donde con mi familia y yo quería leer, se supone que no se debe
hacer en un auto en movimiento pero igual lo hice. Puede que esta decisión
fuera lo que condicionaría mi interacción con él: en lugares incorrectos. Pero
también pienso que eso mismo fue lo que le dio el valor que tiene en este
momento para mí, unas páginas abarrotadas de verdades, sensaciones, circunstancias
que no por nada me movieron hasta el pensamiento más ignorado en ese rinconcito
en el centro del pecho que no es el corazón y que siente todo cuanto hacemos en
la vida.
Recuerdo perfectamente el sitio en el
que más lo leí y en el que me obsesione un poco. Estaba en ese bar y eran más o
menos las cuatro de la tarde, se supone que debería estar haciendo algo
distinto pero leía ahí, parada, con un lápiz al lado –lo acepto, he profanado
sus páginas escribiendo pensamientos sueltos sobre ellas, cosas a las que me remite,
un poco para no olvidar lo que despertó, también tengo subrayados pensamientos
encontrados, que sin duda, dicen lo que yo siento– yo leía y volvía a leer de
nuevo, lo comentaba con mi mejor amiga, discutíamos el poder de cada frase;
cada relación, la manera tan ingeniosa de llevarnos de una cosa a la otra,
porque para saber llevar se necesita ingenio y tacto, pero no de ese que
pensamos –de decir las cosas maquilladas para que no duelan tanto, no, de eso
no tienen nada y es lo que más me agrada– es un tacto que lleva el ritmo
arrítmico de cualquier creación sincera, porque se siente, se puede tocar con
las manos. Pasé todo ese fin de semana leyendo en lugar de cumplir con mis
labores, lo positivo era que cuando la luz se iba podía realizarlas, mi ceguera
es majestuosa. Después de eso, algo me hizo dejarlo. Pasaron al menos dos
semanas sin que por equivocación tomara el libro y me sentara a leer, o me
parara a leer o durmiera con él. Simplemente no podía. Y era lo mejor. Al
momento de volverlo a tomar, dos madrugadas en las que no salí de mi cuarto
hasta terminarlo, fue maravilloso; es que no era el momento, me decía, no era
mí momento con la flaca, la mujer ballena y Hortensia, todo tiene su instante
mágico y el mío no se habría consagrado de haber sido más cabeza dura de lo que
soy. Incluso escribir esto me llevo más tiempo del que jamás me habría
permitido –porque cumplo con lo que digo y dije que lo entregaría “a tiempo”–
no me obligo a escribir, las letras, como cada minúscula cantidad de energía,
son libres. Mis dedos hablan cuando así lo desean, aunque puede que los quiera
obligar a ratos; dejé de comer, dormir y tantas fueron las creativas pesadillas
en las que veo una hoja en blanco y me bloqueo… Como tantas otras veces… pero
mi obsesión no es la que condiciona mi deseo de expresar cosas.
Cada una de las partes de este libro me
conmovió. Me sentí la flaca; yo estaba ahí acompañándolo en esa acera buscando
cigarrillos y tomando tinto, mirándolo contarme las historias de pensamientos
aleatorios, viendo la vida que relataba, que vivía y contemplaba a diario sin importar
lo que pasara; la sentía, le dolía lo que veía; a nadie al parecer le importa o
hace algo para salir de ese conformismo ciego en el que con dos vueltas que les
dan, es suficiente para contentar angustias. A veces fui él leyendo lo que
pienso, porque yo pienso así, todos lo hacemos, es lo natural. Pensamos de
forma desordenada, meditando mucho –cuando lo hacemos en realidad–. Es un
chorro de ideas, de sensaciones mirando de frente la realidad. Viví dos
madrugadas esas calles, amé y odie las aceras y a la flaca, sentí odio, pasión,
alegría, tristeza, sobre todo tristeza; fue un viaje al que me llevó Fáber sin
premeditarlo. No sé cuál habría sido su intención, o si no tenía intención
alguna y eso ya, en sí mismo, significa una intención: la intención de no tener
una intención aparentemente clara, no una que el lector pueda develar,
desentrañar, arrancar de las páginas y burlarse de ella. Es que eso es lo que
hace este libro, provoca, incita a dejar a un lado tantas cuestiones
trascendentales que nos armamos en la mirada para que veamos lo que está de
frente, lo que nos gusta ignorar, lo que evitamos por miedo, por pereza, por
simple apatía a la verdad; el afán de vivir en el más allá, de sentir el
futuro, de hablar mal del presente por no entenderlo, de no tener en cuenta el
pasado y entorno porque ya se volvió paisaje, ya no importa “lo que pasó, pasó,
no hay vuelta atrás” o tan solo “vivamos el momento, somos jóvenes y estamos vivos”.
Pamplinas. No nos detenemos a vivir, a sentir lo que pasa ahora desde las
entrañas. Que cuando duela, duela de verdad y cuando amemos lo hagamos hasta
perder la cabeza; no nos preocupa lo que debería preocuparnos si es que algo
debería hacerlo. Somos ajenos a nosotros mismos y callejuelas me dio unas
cuantas cachetadas, me tiró al vacío y me esperó desde abajo viendo derrumbarme
mientras lo decía pasitico.
Puede que todo fuera cosa del momento en
el que lo leí, las circunstancias rondantes de mi mente o el clima, pero
significó muchas cosas que son difíciles de exponer. Cuando te hablan con tanta
entrega, con la sinceridad como carta de presentación, es difícil no escuchar
atentamente. Mucho después de leerlo y antes de concluir este escrito, soñé con
esas letras. Fui de nuevo cada personaje y sus palabra se repetía una y otra
vez recitando versos que no sé de donde surgieron pero me invadieron toda.
Y al final, puede que en realidad nunca
logre entender la esencia del texto, puede que como en muchas ocasiones y como
en todos los casos, interpretara a mi parecer lo que allí decía; acomodé cada
cosa a mis intenciones, busque las respuestas que necesitaba y la tranquilidad
llegó.
Caos y calma, como siempre debe ser,
esto es y será callejuelas del silencio con la flaca para mí.