3/21/2016

Como gota de nube

¿Alguna vez ha visto la lluvia caer? Izaro siempre la ve, siente desprender cada gota cuando se lanza de la nube gustosa en caída libre. ¿Ha visto como se ven tan traslúcidas y tranquilas dejando su hogar entre nubes? Ellas no teme, dice Izaro, ellas saben que es un privilegio que pocos se dan, eso de irse lejos y aventurarse a su destino. El blanco inunda todo, Izaro sonríe como si fuera una de ellas, como si fuera todas al mismo tiempo. Ahora son ellas todo el firmamento. Yo suelo verlas cuando caen, me cuenta Izaro mientras abre la ventana y me invita a sentarme a su lado. Miro hacia arriba como lo hace él pero sin entender la dicha en sus ojos azul profundo como intriga. ¿Cómo no se acaban? ¿Cómo siguen y siguen cayendo mientras el viento juega a llevárselas lejos? Dice Izaro en un monólogo que no comprendo y sin responder a nada. Sólo escucho. Sólo siento. ¿Ves lo que pasa? Me sonríe y una caricia me recorre el cuerpo por completo al ver su gesto. Era una de ellas, una nube no tan blanca que se derretía como el invierno desde adentro. ¿Has visto el lagrimal en tu ojo? Miré confundida al cielo buscando iluminación divina. Ves lo diminuto que es y como te vas saliendo por ahí con toda la presión de tu pecho. Porque era eso, es lo que pasa cuando lloramos, cuando nos desdibujamos, cuando nos empujan para derramarnos por dentro; el pecho hace presión como a una cajita de jugo; nos aprietan desde el centro y nos derramamos por ahí, sacamos las cositas chiquitas que nos duelen y luchamos contra el ventarrón de pensamientos para que no nos lleven a donde no queremos estar, a algún lugar oscuro donde nos asusta la soledad. Es querer estar libre y decidido como una gota de nube en una lucha inútil y completamente perdida contra el viento que dice que no puedes serlo. No quiero más viento, susurra imperceptible Izaro, no quiero no poder caer en cada invierno porque se dibuja un “¿Qué?” inflexivo, determinado a no dejarte llegar al suelo a reflejar la nube que dejaste en lo alto orgulloso por ser quien eres. Yo tampoco lo quiero Izaro. Ninguno de nosotros quiere eso.

Cuándo me acosté en su costado mirando al cielo entendí varias cosas. Entendía a otras nubes que se dejan llevar hechas goticas donde el viento diga, sin rechistar, sin voluntad, con el total deseo de sobrevivir renunciando a ser ellas mismas, dejando que el viento haga lo que quiera. Lo entendí y lo rechacé. Lo odié. Lo aborrezco aún. Entendí también que el problema no es del viento porque ni él sabe hasta donde puede llegar con lo que hace, no sabe que lo hace, pero eso no lo vuelve menos malvado, menos cruel. Entendí que si me dejo a merced del viento, terminaré como esas cajas que le aprietan el centro y me derramaré desde adentro. Entendí que soy como Izaro o desearía serlo.

Soundtrack: https://www.youtube.com/watch?v=hqZGvkF00DI

2/10/2013

Tacto

Se suponía que se encontrarían a la una y media de la madrugada en el callejón sin salida de siempre. Él con su traje desgastado y sucio. Ella con su vestido de flores azul, ese que le resaltaba los ojos y le hacía ver más coloradas las mejillas. Ella no llegaba. Él como siempre estaba puntual a la hora que ella había exigido verle o de ninguna manera lo haría. Se sentó entonces en una tabla trajinada por las horas y la inclemente lluvia, a suplicar que no volviera a cambiar el clima y que ella considerara ir. Dos cosas que con seguridad no conseguiría. Las horas pasaban y los nervios que sentía al principio se fueron menguando por la desesperación y desolación. Se suponía que llegaría, se darían un abrazo, hablarían del tiempo, el trabajo, sus vidas y después se marcharían cada uno por su lado, sin dar vuelta atrás, con una de esas sonrisa que da por terminado un ciclo. En lo más profundo de su ser sabía que eso no iba a pasar, nunca por su parte. Ella había significado todo y nada de lo que él conocía. Y a pesar de los años, las fuertes discusiones y diferencias que obligaron una separación, seguía sintiéndose como en aquel entonces. Sacó su billetera y como el más romántico para su época buscó una fotografía arrugada. La miro varios segundos sin apartar la mirada acariciándola como si tuviera vida propia. 


Jugaban con sus dedos y sus rostro. Se sentaron uno frente al otro en cojines gigantes y con los ojos vendados para estimular los sentidos. Él ponía sus manos en la cabeza de ella y empezaba a reconocer el camino. Deslizaba lento, muy lento los pulgares por su frente, con la cautela del desorientado, previniendo cualquier reacción que de ella pudiera obtener. No hablaban, no decían nada con palabras que puedan ser reconocidas o sonidos susceptibles a una traducción sin sonrojar a cualquiera. Sus corazones latían a un ritmo cálido; la atmósfera cambiaba, se hacía acogedora entre corrientes de aire frío. Dibujaba cosas en su frente antes de pasar a las cejas. Escribía en braille y ella reía bajito procurando disimular. Se tomaba el tiempo para sentir esa textura fina que había bajo sus dedos. Bajaba de repente a la punta de la nariz, aún fría, para calentarla en milésimas de segundo. Sentía tabique y cartílago como una extensión de sí mismo. Condicionaba la respiración de ella con la agilidad de sus manos. Volvía a la frente, despeinaba las cejas como si fueran árboles sin talar. Las movía de un lado para otro haciendo las veces de viento sin melodía. Simulaba sus ojos; misteriosos, frustrantes, caóticos, fascinantes, deseables; manjar de dioses que decían tanto cuando querían, que sentían cosas que jamás serán explicadas con un pequeño vistazo; causa y dicha de temblores interminables y fatigas consagradas. Esos ojos siempre fueron la debilidad de su frágil alma. Sus pestañas eran interminables y él las contaba una a una con sus dedos. Con paciencia. Su tersa piel, las bolsas bajo sus ojos un poco ásperas, sus mejillas decoloradas y la boca; esos labios... Él no se cansaba y repasaba y jugaba de arriba a abajo de un lado a otro, en diagonal o en círculos. La recorría toda. Músculo por músculo como si fuera interminable. Dibujaba canciones, leía poesía y nadie decía una palabra. 


Era su obsesión; sus obsesiones. Se movían de un lado para otro dentro de su cabeza para hallar el sentido que merecen los sentidos, las emociones, las sensaciones que lo albergaban. Y eso era ese rostro, eso decía la fotografía que miraba con nostalgia y que ya no sabía dónde meterse, qué hacer. 
Ella no llegaba y él se consumía a sí mismo, se transportaba, se reconocía en aquella habitación de la que jamás debió salir y volvía a desconocerse en el mismo acto.

CALLEJUELAS DEL SILENCIO CON LA FLACA, Fáber Agudelo


Soy una mala lectora. Tengo un alto déficit de atención. Mi memoria es absurda y todo lo olvido. Aunque en ciertas ocasiones, nada de esto es cierto.

Este libro causó algo diferente en mí. Y de entrada acepto ciertas cosas. Lo empecé a leer en un viaje, iba en el carro no sé hacia donde con mi familia y yo quería leer, se supone que no se debe hacer en un auto en movimiento pero igual lo hice. Puede que esta decisión fuera lo que condicionaría mi interacción con él: en lugares incorrectos. Pero también pienso que eso mismo fue lo que le dio el valor que tiene en este momento para mí, unas páginas abarrotadas de verdades, sensaciones, circunstancias que no por nada me movieron hasta el pensamiento más ignorado en ese rinconcito en el centro del pecho que no es el corazón y que siente todo cuanto hacemos en la vida.

Recuerdo perfectamente el sitio en el que más lo leí y en el que me obsesione un poco. Estaba en ese bar y eran más o menos las cuatro de la tarde, se supone que debería estar haciendo algo distinto pero leía ahí, parada, con un lápiz al lado –lo acepto, he profanado sus páginas escribiendo pensamientos sueltos sobre ellas, cosas a las que me remite, un poco para no olvidar lo que despertó, también tengo subrayados pensamientos encontrados, que sin duda, dicen lo que yo siento– yo leía y volvía a leer de nuevo, lo comentaba con mi mejor amiga, discutíamos el poder de cada frase; cada relación, la manera tan ingeniosa de llevarnos de una cosa a la otra, porque para saber llevar se necesita ingenio y tacto, pero no de ese que pensamos –de decir las cosas maquilladas para que no duelan tanto, no, de eso no tienen nada y es lo que más me agrada– es un tacto que lleva el ritmo arrítmico de cualquier creación sincera, porque se siente, se puede tocar con las manos. Pasé todo ese fin de semana leyendo en lugar de cumplir con mis labores, lo positivo era que cuando la luz se iba podía realizarlas, mi ceguera es majestuosa. Después de eso, algo me hizo dejarlo. Pasaron al menos dos semanas sin que por equivocación tomara el libro y me sentara a leer, o me parara a leer o durmiera con él. Simplemente no podía. Y era lo mejor. Al momento de volverlo a tomar, dos madrugadas en las que no salí de mi cuarto hasta terminarlo, fue maravilloso; es que no era el momento, me decía, no era mí momento con la flaca, la mujer ballena y Hortensia, todo tiene su instante mágico y el mío no se habría consagrado de haber sido más cabeza dura de lo que soy. Incluso escribir esto me llevo más tiempo del que jamás me habría permitido –porque cumplo con lo que digo y dije que lo entregaría “a tiempo”– no me obligo a escribir, las letras, como cada minúscula cantidad de energía, son libres. Mis dedos hablan cuando así lo desean, aunque puede que los quiera obligar a ratos; dejé de comer, dormir y tantas fueron las creativas pesadillas en las que veo una hoja en blanco y me bloqueo… Como tantas otras veces… pero mi obsesión no es la que condiciona mi deseo de expresar cosas.


Cada una de las partes de este libro me conmovió. Me sentí la flaca; yo estaba ahí acompañándolo en esa acera buscando cigarrillos y tomando tinto, mirándolo contarme las historias de pensamientos aleatorios, viendo la vida que relataba, que vivía y contemplaba a diario sin importar lo que pasara; la sentía, le dolía lo que veía; a nadie al parecer le importa o hace algo para salir de ese conformismo ciego en el que con dos vueltas que les dan, es suficiente para contentar angustias. A veces fui él leyendo lo que pienso, porque yo pienso así, todos lo hacemos, es lo natural. Pensamos de forma desordenada, meditando mucho –cuando lo hacemos en realidad–. Es un chorro de ideas, de sensaciones mirando de frente la realidad. Viví dos madrugadas esas calles, amé y odie las aceras y a la flaca, sentí odio, pasión, alegría, tristeza, sobre todo tristeza; fue un viaje al que me llevó Fáber sin premeditarlo. No sé cuál habría sido su intención, o si no tenía intención alguna y eso ya, en sí mismo, significa una intención: la intención de no tener una intención aparentemente clara, no una que el lector pueda develar, desentrañar, arrancar de las páginas y burlarse de ella. Es que eso es lo que hace este libro, provoca, incita a dejar a un lado tantas cuestiones trascendentales que nos armamos en la mirada para que veamos lo que está de frente, lo que nos gusta ignorar, lo que evitamos por miedo, por pereza, por simple apatía a la verdad; el afán de vivir en el más allá, de sentir el futuro, de hablar mal del presente por no entenderlo, de no tener en cuenta el pasado y entorno porque ya se volvió paisaje, ya no importa “lo que pasó, pasó, no hay vuelta atrás” o tan solo “vivamos el momento, somos jóvenes y estamos vivos”. Pamplinas. No nos detenemos a vivir, a sentir lo que pasa ahora desde las entrañas. Que cuando duela, duela de verdad y cuando amemos lo hagamos hasta perder la cabeza; no nos preocupa lo que debería preocuparnos si es que algo debería hacerlo. Somos ajenos a nosotros mismos y callejuelas me dio unas cuantas cachetadas, me tiró al vacío y me esperó desde abajo viendo derrumbarme mientras lo decía pasitico.

Puede que todo fuera cosa del momento en el que lo leí, las circunstancias rondantes de mi mente o el clima, pero significó muchas cosas que son difíciles de exponer. Cuando te hablan con tanta entrega, con la sinceridad como carta de presentación, es difícil no escuchar atentamente. Mucho después de leerlo y antes de concluir este escrito, soñé con esas letras. Fui de nuevo cada personaje y sus palabra se repetía una y otra vez recitando versos que no sé de donde surgieron pero me invadieron toda.

Y al final, puede que en realidad nunca logre entender la esencia del texto, puede que como en muchas ocasiones y como en todos los casos, interpretara a mi parecer lo que allí decía; acomodé cada cosa a mis intenciones, busque las respuestas que necesitaba y la tranquilidad llegó.

Caos y calma, como siempre debe ser, esto es y será callejuelas del silencio con la flaca para mí. 

10/30/2012

Maldito y todo


Hablar de favoritos siempre me resulta complicado; lo único que he tenido claro hasta el momento es que mi fruta favorita son las uvas, me gusta el color blanco pero suelo llevar cualquier cosa, y en bebidas, lo que me dicte el clima estará bien. Me es más fácil –por obvios motivos- hablar de todo lo que no me gusta. Sin embargo hace unos años cuando empecé a obsesionarme de forma preocupante con la literatura, el instinto curioso me llevó hasta los que suelen llamar “Poetas malditos” apodo que se merecen si se refieren a que ellos no se cegaron y en cambio se elevaron a realidades místicas reveladoras a pensar en cosas que, para los demás, no tan malditos, son poco o nada agradables de escuchar, ver, saber entender, etc.  Conocer un par de ellos fue maravilloso, fue ampliar mi campo visual-mental a lugares insospechados y sentir cosas que a lo mejor no sabía se podía sentir, fue ilustrador y frustrante, un tanto desesperante al encaminarme a espacios que hoy en día aún recuerdo y torturan un poco ese lado del alma que en algún momento deseamos negar… Olvidar… pero uno en especial marco mi espíritu suicida: Charles Baudelaire.

Hablar de Baudelaire me genera una “ambigüedad ambivalente” –como me sugirió llamarlo un día el marciano­–. Es frustrante, melancólico y trágico, y en ese mismo sentido e intensidad, me llena de vida, realidad, serenidad y una tranquilidad absurda, casi tan grande como la que se siente después de llorar mucho durante un tiempo: se siente livianita el alma. Es en general y particular mi caos – calma vuelto persona, porque cuando lo vives, cuando realmente convives con sus letras, sus reglas y te tiras de cabeza al vacío sumergiéndote en su mundo de sensaciones, es casi como si él te dijera al oído “pertúrbate” con cada letra que manosean tus ojos. Él estaba perturbado por todo lo que nadie quería ver… Y no había mejor manera para penetrar el cuero duro de quien lo lee, de situarse en sus entrañas y BOOM! Una implosión sutil, lenta y silenciosa con revelaciones metaforizadas enunciadas con tanta precisión y libertinaje que duelen los sentidos por capricho.

Baudelaire me cuestiona, me enseña, me guía. A él le debo el amor a la letras y mi total entrega a contar cosas que ni yo quiero saber y que se volvieron necesarias de escribir por mi cabeza. Llegué al punto de no pensar, de dejarme fluir mientras leía y soñaba con esas situaciones, con los lugares, con las palabras. Me tumbaba en la cama a mirar al techo y mis manos sin desearlo empezaban a escribir. Me volví masoquista, disfrutaba ese dolor que me hacía más fuerte y crecía cada vez más conmigo. Baudelaire es nocivo como lo es su escritura; me envenena, me corroe por dentro y eso sin desearlo se asoma a la superficie. Pero lo más preocupante es mi disfrute a ello, mi placer al saber que cada vez voy más hacia al fondo, que falta poco, que ya casi veré el mundo a través de sus ojos para así empezar a construir el mío, el que quiero vivir, el que creo cada que uno pensamientos aleatorios y re-significo con los párpados. Mis dedos se vuelven inquietos cuando pienso en él, cuando recuerdo las tardes oscuras leyendo sus poemas y preguntándome cosas de las que no me había percatado. Tanto él como Poe hicieron algo en mi cabeza y el rincón aquél del que no vale la pena hacer mención de nuevo pero que arde como si fuera una herida jamás cicatrizada; creo que Poe lo hizo primero con él y en venganza Baudelaire lo hizo con el resto de la humanidad para que viéramos lo tontos que nos vemos, lo básicos que somos, lo difíciles que nos creemos, lo poco sensibles a la vida que estamos, lo patético que nos comportamos y lo mucho que olvidamos el instinto.

9/16/2012

MI VIAJE


Esto va a pasar en un día como cualquier otro en el planeta, porque es así como suceden los verdaderos viajes, sin premeditarlo. Voy a ir caminando, mirando hacia un lado y hacia otro, una que otra vez al cielo para saber como va el tiempo y de nuevo a marchar. Aunque si estoy de buenas, puede que vaya en un bus –siempre es bueno pensar en los buses, creo que en la mística de aquellos lugares, hay una esencia extraña que te nubla lo suficiente los sentidos como para comenzar a sentir la realidad ficticia que proponen los segundos– . Y así empieza el viaje.

Un día caluroso, soleado como hace mucho no lo veía. No llevo muchas cosas porque me gusta viajar ligera, pensando en la idea de llenar de recuerdos mi mochila “los recuerdos pesan más que los libro” me dijo un día el marciano. La sonrisa delataba la ansiedad que se quería escapar de mi pecho por haber logrado alinear el cosmos y que al fin me pudiera escapar un momento de mí misma. Compre paqueticos de golosinas para entretener la mandíbula, pues me ha enseñado el tiempo que es bueno mantenerme ocupada. No me interesé mucho en cómo iba vestida o qué tan despeinada estaba: lo importante era irme, salir de una vez por todas y hacer lo que tanto había esperado.

Camine unas tres horas sin rumbo aparentemente definido, me habían dejado en el muelle unos minutos atrás y me indicaron que caminara hasta que sintiera que iba a morir, que a media hora de eso me estarían esperándome. Eso me resultaba fatal, la sola idea de pensar que no estaría sola en el viaje me provocaba devolverme enseguida y dejar de inventar cuentos. Seguí las indicaciones y no encontraba nada. Me detuve un momento, no por cansancio sino para respirar un poco. Miré hacia el cielo y conté un par de nubes, vi leones, gatos y al marciano; ningún elefante rosado y siempre he querido conocerlos, hablar con ellos, preguntarles por qué son rosados y no violetas. Tomé un poco de agua y me senté en el suelo. La brisa me recorría toda, desde los deditos diminutos de mis pies hasta revolcar mi pelo más de lo que ya estaba revuelto. Volví a sentirlo todo. El agua se escuchaba no muy lejos correr sobre las piedras donde los peses soñaban libres. El aire no pesaba enrarecido. El cielo se veía, se sentía. Me sentí. Y mi pecho sonreía y se emocionaba por la tranquilidad que me regalaba el instante. De tanto sentir me quede dormida, soñé que iba caminando por un desierto lleno de árboles, con muchos ríos, arroyos por donde miraba; entraba agua por todas partes. Habían pájaros de todos los colores y en variados tamaños. Iba caminando desnuda por el calor de la tarde, un leopardo caminaba a mi lado y me decía que si no estaba cansada, que si quería comer un poco. Yo lo abrazaba y le decía que era hermoso que él se preocupara por mí. Me decía que ya íbamos a llegar, que faltaba poco. Caminamos media hora más y ahí estaba. No podría ser más perfecto. Un paraíso inexplicable. Estaba toda mi familia y había mucho helado. No podía hablar con ninguno de ellos, no me veían. Era como estar sola pero acompañada –como suele pasar en la vida–, como estar en la tranquilidad más perfecta sin preocuparme por nadie. Y de eso escapaba, lo acepto, de una vida llena de responsabilidades que ahogan y no dan pie a lo que es vida en realidad; donde se siente a medias, sin profundidad, sin un poco de caos por miedo a equivocar.

Me desperté por el frío, ya estaba anocheciendo. Me levante enseguida y empecé a caminar de nuevo. No sé cuánto camine, pero lo sentí una eternidad. El silencio de la noche me acompaño. Recordé cosas que creía olvidadas, como una viaja amiga, canciones que me gustaban, romances frustrados, cosas en las que no pienso a menudo. Me sentí triste al recordar a mis padres, nostálgica al no tenerlos a mi lado, abrumada por lo trágica que se vuelve la sugestión. Pensar tanto nos podría matar. Por eso me gusta no recordarlo todo, para sentir como si fuera la primera vez. Para no perder el asombro, el encanto de la sorpresa. Porque olvidar es un ejercicio de sanación. Mucho me pregunté un día si olvidar o recordar, si sentir tanta pena y dolor era mejor que cometer los mismos errores. Preferí sentir con intensidad aunque sea mil veces la misma sensación. No me gusta, ni me gustaba ni me gustará la idea de negarme (a) algo por miedo a las consecuencias, a ellas las asumo en la medida en que se presentan y me acuerdo de ellas. También llore un poquito. Sin darme cuenta llegué al lugar. Un niño de no más de seis años me tomo de la mano sonriendo como si me conociera de toda la vida; era coqueto y misterioso pero a la vez tierno. No sabía si estaba jugando conmigo o se burlaba de mí. Lo seguí con la confianza de un viajero que busca respuestas a preguntas no formulada y que no quiere encontrar, mucho menos escuchar por azar. Recordé lo que me dijeron en el muelle y no le di tanta importancia “por nada del mundo se vaya a ir con ese niño, será su perdición si quiere volver como era antes, si quiere volver”, pero yo no tenía miedo. Era un camino amplio empedrado, con palmas de coco y mango cada tanto  en la vía, no se veía mucho por la oscuridad pero era hermoso, eso lo puedo asegurar. En el camino me encontré con fantasmas. Al principio pensé que era una casualidad que gente del pasado estuviera aquí en este preciso instante, como si me estuvieran esperando. Me escondí un poco aunque no había nada que me tapara, no quería dar la cara, miraba hacia cualquier parte menos donde suponía podría haber contacto con ellos. El niño me miraba con una cara tranquila, cosa que apaciguaba el desespero que iba creciendo. No quise hablar con nadie, no quería discusiones, problemas o cosas por el estilo. Seguí de largo como si nadie estuviera ahí, los trate como lo que son, fantasmas, seres inexistentes muertos por mi cabeza. El camino terminaba en una sala llena de antorchas que daban una vista directa al melle que llegué, pensé “¿le di la vuelta a todo y llegué al inicio? ¿Por qué no me trajeron aquí directamente y no al muelle?” Mientras tenía mi momento de furia y desconcierto el niño desapareció sin decir nada y si acaso lo note. Vi una estera en un ladito del salón y me senté en ella, ya me sentía cansada, agotada de tanto caminar, de tanto pensar, de sentir en extremos, de evitar situaciones, de evitar vivir. Esperé un rato antes de caer muerta. Entonces vi entrar a mi abuelita, Lucila. Venía con una cara que no podría decir que era esperanza, alegría o tristeza. Sólo era su cara. Se sentó a mi lado y yo me acosté en sus piernas; me pasaba la mano por el cabello arrullándome como creo que lo hacía cuando estaba pequeña. Volví a recordar pero esta vez lo sentí distinto. Fue como tener una epifanía, una revelación a la razón de ser de cosas que ignoré. Instantes con los fantasmas que quedaron sin resolver por mi incapacidad de ser sincera conmigo misma. Y al instante me sentí en casa, feliz, tranquila, liberada de cosas que no sabía me retenían. Los fantasmas aparecieron y ya no los ignoré, los miré, sonreí y respire profundamente por última vez. Miré a mi abuelita y ella me miraba, la abrace, lloré en su regazo y le agradecí por todo lo que jamás podré decirle, le dije lo que la extrañaba, lo que deseaba que estuviera conmigo, me mimara, me aconsejara, me regañara. Te extraño, te extraño mucho aunque no recuerdo mucho de ti; de nosotras. Te pienso a diario, deseo que seas tú quien me da claridad en mis sueños, en mis días, en mis cuentos. Ella sólo me miraba con esa expresión en la cara que se había convertido en algo más maternal. Me abrazó con fuerza y yo sólo podía llorar en silencio deseando que todo fuera cierto.

Un viaje sin retorno, sin salida; si no le hago frente me lleva sin más ni más, sin pensarlo, sin pedir permiso esté de acuerdo o no. Por eso es mejor sentirlo todo, para disfrutar aunque sea una porción de ello, del inicio; el encuentro o la salida. A eso le llamo vida. Eso creo que hace parte de ella.