10/30/2012

Maldito y todo


Hablar de favoritos siempre me resulta complicado; lo único que he tenido claro hasta el momento es que mi fruta favorita son las uvas, me gusta el color blanco pero suelo llevar cualquier cosa, y en bebidas, lo que me dicte el clima estará bien. Me es más fácil –por obvios motivos- hablar de todo lo que no me gusta. Sin embargo hace unos años cuando empecé a obsesionarme de forma preocupante con la literatura, el instinto curioso me llevó hasta los que suelen llamar “Poetas malditos” apodo que se merecen si se refieren a que ellos no se cegaron y en cambio se elevaron a realidades místicas reveladoras a pensar en cosas que, para los demás, no tan malditos, son poco o nada agradables de escuchar, ver, saber entender, etc.  Conocer un par de ellos fue maravilloso, fue ampliar mi campo visual-mental a lugares insospechados y sentir cosas que a lo mejor no sabía se podía sentir, fue ilustrador y frustrante, un tanto desesperante al encaminarme a espacios que hoy en día aún recuerdo y torturan un poco ese lado del alma que en algún momento deseamos negar… Olvidar… pero uno en especial marco mi espíritu suicida: Charles Baudelaire.

Hablar de Baudelaire me genera una “ambigüedad ambivalente” –como me sugirió llamarlo un día el marciano­–. Es frustrante, melancólico y trágico, y en ese mismo sentido e intensidad, me llena de vida, realidad, serenidad y una tranquilidad absurda, casi tan grande como la que se siente después de llorar mucho durante un tiempo: se siente livianita el alma. Es en general y particular mi caos – calma vuelto persona, porque cuando lo vives, cuando realmente convives con sus letras, sus reglas y te tiras de cabeza al vacío sumergiéndote en su mundo de sensaciones, es casi como si él te dijera al oído “pertúrbate” con cada letra que manosean tus ojos. Él estaba perturbado por todo lo que nadie quería ver… Y no había mejor manera para penetrar el cuero duro de quien lo lee, de situarse en sus entrañas y BOOM! Una implosión sutil, lenta y silenciosa con revelaciones metaforizadas enunciadas con tanta precisión y libertinaje que duelen los sentidos por capricho.

Baudelaire me cuestiona, me enseña, me guía. A él le debo el amor a la letras y mi total entrega a contar cosas que ni yo quiero saber y que se volvieron necesarias de escribir por mi cabeza. Llegué al punto de no pensar, de dejarme fluir mientras leía y soñaba con esas situaciones, con los lugares, con las palabras. Me tumbaba en la cama a mirar al techo y mis manos sin desearlo empezaban a escribir. Me volví masoquista, disfrutaba ese dolor que me hacía más fuerte y crecía cada vez más conmigo. Baudelaire es nocivo como lo es su escritura; me envenena, me corroe por dentro y eso sin desearlo se asoma a la superficie. Pero lo más preocupante es mi disfrute a ello, mi placer al saber que cada vez voy más hacia al fondo, que falta poco, que ya casi veré el mundo a través de sus ojos para así empezar a construir el mío, el que quiero vivir, el que creo cada que uno pensamientos aleatorios y re-significo con los párpados. Mis dedos se vuelven inquietos cuando pienso en él, cuando recuerdo las tardes oscuras leyendo sus poemas y preguntándome cosas de las que no me había percatado. Tanto él como Poe hicieron algo en mi cabeza y el rincón aquél del que no vale la pena hacer mención de nuevo pero que arde como si fuera una herida jamás cicatrizada; creo que Poe lo hizo primero con él y en venganza Baudelaire lo hizo con el resto de la humanidad para que viéramos lo tontos que nos vemos, lo básicos que somos, lo difíciles que nos creemos, lo poco sensibles a la vida que estamos, lo patético que nos comportamos y lo mucho que olvidamos el instinto.

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