Esto va a pasar en un día como cualquier otro en el planeta, porque es así como suceden los verdaderos viajes, sin premeditarlo. Voy a ir caminando, mirando hacia un lado y hacia otro, una que otra vez al cielo para saber como va el tiempo y de nuevo a marchar. Aunque si estoy de buenas, puede que vaya en un bus –siempre es bueno pensar en los buses, creo que en la mística de aquellos lugares, hay una esencia extraña que te nubla lo suficiente los sentidos como para comenzar a sentir la realidad ficticia que proponen los segundos– . Y así empieza el viaje.
Un día caluroso, soleado como
hace mucho no lo veía. No llevo muchas cosas porque me gusta viajar ligera,
pensando en la idea de llenar de recuerdos mi mochila “los recuerdos pesan más
que los libro” me dijo un día el marciano. La sonrisa delataba la ansiedad que
se quería escapar de mi pecho por haber logrado alinear el cosmos y que al fin
me pudiera escapar un momento de mí misma. Compre paqueticos de golosinas para
entretener la mandíbula, pues me ha enseñado el tiempo que es bueno mantenerme
ocupada. No me interesé mucho en cómo iba vestida o qué tan despeinada estaba:
lo importante era irme, salir de una vez por todas y hacer lo que tanto había
esperado.
Camine unas tres horas sin
rumbo aparentemente definido, me habían dejado en el muelle unos minutos atrás
y me indicaron que caminara hasta que sintiera que iba a morir, que a media
hora de eso me estarían esperándome. Eso me resultaba fatal, la sola idea de
pensar que no estaría sola en el viaje me provocaba devolverme enseguida y
dejar de inventar cuentos. Seguí las indicaciones y no encontraba nada. Me
detuve un momento, no por cansancio sino para respirar un poco. Miré hacia el
cielo y conté un par de nubes, vi leones, gatos y al marciano; ningún elefante
rosado y siempre he querido conocerlos, hablar con ellos, preguntarles por qué
son rosados y no violetas. Tomé un poco de agua y me senté en el suelo. La
brisa me recorría toda, desde los deditos diminutos de mis pies hasta revolcar
mi pelo más de lo que ya estaba revuelto. Volví a sentirlo todo. El agua se
escuchaba no muy lejos correr sobre las piedras donde los peses soñaban libres.
El aire no pesaba enrarecido. El cielo se veía, se sentía. Me sentí. Y mi pecho
sonreía y se emocionaba por la tranquilidad que me regalaba el instante. De
tanto sentir me quede dormida, soñé que iba caminando por un desierto lleno de
árboles, con muchos ríos, arroyos por donde miraba; entraba agua por todas
partes. Habían pájaros de todos los colores y en variados tamaños. Iba
caminando desnuda por el calor de la tarde, un leopardo caminaba a mi lado y me
decía que si no estaba cansada, que si quería comer un poco. Yo lo abrazaba y
le decía que era hermoso que él se preocupara por mí. Me decía que ya íbamos a
llegar, que faltaba poco. Caminamos media hora más y ahí estaba. No podría ser
más perfecto. Un paraíso inexplicable. Estaba toda mi familia y había mucho
helado. No podía hablar con ninguno de ellos, no me veían. Era como estar sola
pero acompañada –como suele pasar en la vida–, como estar en la tranquilidad
más perfecta sin preocuparme por nadie. Y de eso escapaba, lo acepto, de una
vida llena de responsabilidades que ahogan y no dan pie a lo que es vida en
realidad; donde se siente a medias, sin profundidad, sin un poco de caos por
miedo a equivocar.
Me desperté por el frío, ya estaba
anocheciendo. Me levante enseguida y empecé a caminar de nuevo. No sé cuánto
camine, pero lo sentí una eternidad. El silencio de la noche me acompaño.
Recordé cosas que creía olvidadas, como una viaja amiga, canciones que me
gustaban, romances frustrados, cosas en las que no pienso a menudo. Me sentí
triste al recordar a mis padres, nostálgica al no tenerlos a mi lado, abrumada
por lo trágica que se vuelve la sugestión. Pensar tanto nos podría matar. Por
eso me gusta no recordarlo todo, para sentir como si fuera la primera vez. Para
no perder el asombro, el encanto de la sorpresa. Porque olvidar es un ejercicio
de sanación. Mucho me pregunté un día si olvidar o recordar, si sentir tanta
pena y dolor era mejor que cometer los mismos errores. Preferí sentir con
intensidad aunque sea mil veces la misma sensación. No me gusta, ni me gustaba
ni me gustará la idea de negarme (a) algo por miedo a las consecuencias, a
ellas las asumo en la medida en que se presentan y me acuerdo de ellas. También
llore un poquito. Sin darme cuenta llegué al lugar. Un niño de no más de seis
años me tomo de la mano sonriendo como si me conociera de toda la vida; era coqueto
y misterioso pero a la vez tierno. No sabía si estaba jugando conmigo o se
burlaba de mí. Lo seguí con la confianza de un viajero que busca respuestas a
preguntas no formulada y que no quiere encontrar, mucho menos escuchar por azar.
Recordé lo que me dijeron en el muelle y no le di tanta importancia “por nada
del mundo se vaya a ir con ese niño, será su perdición si quiere volver como
era antes, si quiere volver”, pero yo no tenía miedo. Era un camino amplio
empedrado, con palmas de coco y mango cada tanto en la vía, no se veía mucho por la oscuridad
pero era hermoso, eso lo puedo asegurar. En el camino me encontré con
fantasmas. Al principio pensé que era una casualidad que gente del pasado
estuviera aquí en este preciso instante, como si me estuvieran esperando. Me
escondí un poco aunque no había nada que me tapara, no quería dar la cara, miraba
hacia cualquier parte menos donde suponía podría haber contacto con ellos. El
niño me miraba con una cara tranquila, cosa que apaciguaba el desespero que iba
creciendo. No quise hablar con nadie, no quería discusiones, problemas o cosas
por el estilo. Seguí de largo como si nadie estuviera ahí, los trate como lo
que son, fantasmas, seres inexistentes muertos por mi cabeza. El camino
terminaba en una sala llena de antorchas que daban una vista directa al melle
que llegué, pensé “¿le di la vuelta a todo y llegué al inicio? ¿Por qué no me
trajeron aquí directamente y no al muelle?” Mientras tenía mi momento de furia
y desconcierto el niño desapareció sin decir nada y si acaso lo note. Vi una
estera en un ladito del salón y me senté en ella, ya me sentía cansada, agotada
de tanto caminar, de tanto pensar, de sentir en extremos, de evitar
situaciones, de evitar vivir. Esperé un rato antes de caer muerta. Entonces vi
entrar a mi abuelita, Lucila. Venía con una cara que no podría decir que era
esperanza, alegría o tristeza. Sólo era su cara. Se sentó a mi lado y yo me
acosté en sus piernas; me pasaba la mano por el cabello arrullándome como creo
que lo hacía cuando estaba pequeña. Volví a recordar pero esta vez lo sentí
distinto. Fue como tener una epifanía, una revelación a la razón de ser de
cosas que ignoré. Instantes con los fantasmas que quedaron sin resolver por mi
incapacidad de ser sincera conmigo misma. Y al instante me sentí en casa,
feliz, tranquila, liberada de cosas que no sabía me retenían. Los fantasmas
aparecieron y ya no los ignoré, los miré, sonreí y respire profundamente por
última vez. Miré a mi abuelita y ella me miraba, la abrace, lloré en su regazo
y le agradecí por todo lo que jamás podré decirle, le dije lo que la extrañaba,
lo que deseaba que estuviera conmigo, me mimara, me aconsejara, me regañara. Te
extraño, te extraño mucho aunque no recuerdo mucho de ti; de nosotras. Te
pienso a diario, deseo que seas tú quien me da claridad en mis sueños, en mis
días, en mis cuentos. Ella sólo me miraba con esa expresión en la cara que se
había convertido en algo más maternal. Me abrazó con fuerza y yo sólo podía
llorar en silencio deseando que todo fuera cierto.
Un viaje sin retorno, sin
salida; si no le hago frente me lleva sin más ni más, sin pensarlo, sin pedir
permiso esté de acuerdo o no. Por eso es mejor sentirlo todo, para disfrutar
aunque sea una porción de ello, del inicio; el encuentro o la salida. A eso le
llamo vida. Eso creo que hace parte de ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario