2/10/2013

Tacto

Se suponía que se encontrarían a la una y media de la madrugada en el callejón sin salida de siempre. Él con su traje desgastado y sucio. Ella con su vestido de flores azul, ese que le resaltaba los ojos y le hacía ver más coloradas las mejillas. Ella no llegaba. Él como siempre estaba puntual a la hora que ella había exigido verle o de ninguna manera lo haría. Se sentó entonces en una tabla trajinada por las horas y la inclemente lluvia, a suplicar que no volviera a cambiar el clima y que ella considerara ir. Dos cosas que con seguridad no conseguiría. Las horas pasaban y los nervios que sentía al principio se fueron menguando por la desesperación y desolación. Se suponía que llegaría, se darían un abrazo, hablarían del tiempo, el trabajo, sus vidas y después se marcharían cada uno por su lado, sin dar vuelta atrás, con una de esas sonrisa que da por terminado un ciclo. En lo más profundo de su ser sabía que eso no iba a pasar, nunca por su parte. Ella había significado todo y nada de lo que él conocía. Y a pesar de los años, las fuertes discusiones y diferencias que obligaron una separación, seguía sintiéndose como en aquel entonces. Sacó su billetera y como el más romántico para su época buscó una fotografía arrugada. La miro varios segundos sin apartar la mirada acariciándola como si tuviera vida propia. 


Jugaban con sus dedos y sus rostro. Se sentaron uno frente al otro en cojines gigantes y con los ojos vendados para estimular los sentidos. Él ponía sus manos en la cabeza de ella y empezaba a reconocer el camino. Deslizaba lento, muy lento los pulgares por su frente, con la cautela del desorientado, previniendo cualquier reacción que de ella pudiera obtener. No hablaban, no decían nada con palabras que puedan ser reconocidas o sonidos susceptibles a una traducción sin sonrojar a cualquiera. Sus corazones latían a un ritmo cálido; la atmósfera cambiaba, se hacía acogedora entre corrientes de aire frío. Dibujaba cosas en su frente antes de pasar a las cejas. Escribía en braille y ella reía bajito procurando disimular. Se tomaba el tiempo para sentir esa textura fina que había bajo sus dedos. Bajaba de repente a la punta de la nariz, aún fría, para calentarla en milésimas de segundo. Sentía tabique y cartílago como una extensión de sí mismo. Condicionaba la respiración de ella con la agilidad de sus manos. Volvía a la frente, despeinaba las cejas como si fueran árboles sin talar. Las movía de un lado para otro haciendo las veces de viento sin melodía. Simulaba sus ojos; misteriosos, frustrantes, caóticos, fascinantes, deseables; manjar de dioses que decían tanto cuando querían, que sentían cosas que jamás serán explicadas con un pequeño vistazo; causa y dicha de temblores interminables y fatigas consagradas. Esos ojos siempre fueron la debilidad de su frágil alma. Sus pestañas eran interminables y él las contaba una a una con sus dedos. Con paciencia. Su tersa piel, las bolsas bajo sus ojos un poco ásperas, sus mejillas decoloradas y la boca; esos labios... Él no se cansaba y repasaba y jugaba de arriba a abajo de un lado a otro, en diagonal o en círculos. La recorría toda. Músculo por músculo como si fuera interminable. Dibujaba canciones, leía poesía y nadie decía una palabra. 


Era su obsesión; sus obsesiones. Se movían de un lado para otro dentro de su cabeza para hallar el sentido que merecen los sentidos, las emociones, las sensaciones que lo albergaban. Y eso era ese rostro, eso decía la fotografía que miraba con nostalgia y que ya no sabía dónde meterse, qué hacer. 
Ella no llegaba y él se consumía a sí mismo, se transportaba, se reconocía en aquella habitación de la que jamás debió salir y volvía a desconocerse en el mismo acto.

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